La novela queda acabada al ser escrita, la pintura al ser pintada, la obra teatral cuando es interpretada. Pero la novela abandonada en un cajón, la pintura amontonada en unas golfas y la obra interpretada en un teatro vacío no cumplen su función. Para que la novela funcione, habrá de ser publicada de una forma u otra, la pintura habrá de ser mostrada pública o privadamente, la obra, presentada ante un público. La publicación, la exhibición y la representación ante un público son medios de realización -o maneras de que las artes formen parte de la cultura-. La ejecución consiste en hacer una obra, la realización en hacer que ésta funcione.
Si hay algo verdaderamente indefinible es la belleza. Es un concepto tan relativo, un valor tan privado, que depende de los ojos de cada uno: de su educación estética, de su herencia cultural, incluso de su necesidad sentimental. De todos es sabido que, lo que para unos es agradable, para otros puede ser considerado abominable. Los pies vendados de las chinas, por ejemplo, eran un atroz amasijo de huesos rotos, unos muñones deformes recubiertos de carne infectada y medio podrida (por eso mismo las mujeres no se quitan nunca en público los botines de seda con los que ocultaban sus miembros torturados), pero erotizaban perversamente a los hombres y constituyeron la norma oficial de belleza en China hasta los años 20 del siglo XIX.
En un cuadro hay que poder descubrir cosas nuevas cada vez que se mira. Pero puede mirarse un cuadro durante una semana y no pensar en él nunca más. También se puede mirar un cuadro durante un segundo y recordarlo toda la vida. Un cuadro ha de ser como descargas. Ha de deslumbrar como la belleza de una mujer o de un poema. Ha de tener una radiación, ha de ser como esas piedras que los pastores del Pirineo utilizan para encender la pipa.
Más que el cuadro mismo, lo que cuenta es lo que lanza al aire, lo que derrama. No importa que el cuadro se destruya. Ya puede morir el arte, que lo que cuenta es que haya esparcido sus gérmenes en la tierra. Los surrealistas no consideraban la pintura como una finalidad.
Más que preocuparnos por que una pintura deje gérmenes, que esparza semillas que hagan nacer otras cosas.
El cuadro debe ser fecundo. Tiene que hacer nacer un mundo. No importa si hay flores, personajes, caballos, si revela un mundo, algo viviente.
Dos y dos no son cuatro. Sólo son cuatro para los contables, pero eso no es suficiente; ha de fecundar la imaginación.